Lejos de casa

Lejos de casa

- “Tuve que huir de mi país porque no quise ser la mujer de uno de los jefes de las pandillas, después él se cansó de insistir y comenzaron las amenazas, tuve miedo por mi familia y por mí, así que la única opción que tuve fue dejar el lugar donde crecí”- expresa Jimena, de 16 años que salió de San Pedro Sula a principios del 2020.

A principios del año pasado, en la frontera de México y Guatemala se registró la llegada de la primera caravana del 2020, donde más de 3,500 personas intentaron cruzar a territorio mexicano para llegar a Estados Unidos, sin embargo, la mayoría de ellos fueron deportados a sus países de origen, porque las medidas migratorias cada vez son más estrictas.

- “Salí de Santa Rosa Copán a principios del año pasado, pagué a un pollero para que me trajera hasta México. Viajé cuatro días en autobús, pero me sentía asustada, tenía mucho miedo de que me violaran o hicieran daño”- Fernanda de 17 años, ella también tuvo que huir de su país, porque al rehusarse a vender drogas para las pandillas recibió amenazas.

Las pandillas emergieron en el caos de las guerras civiles que destruyeron El Salvador y Guatemala en los años 80, el legado del conflicto provocó el poder de las bandas. En países como Honduras, dominados por las bandas o maras, historias como la de Jimena y Fernanda son muy comunes, pues las mujeres son víctimas habituales de la violencia y el machismo que ejercen los pandilleros en un país tan fragmentado por la corrupción y pobreza.

Se estima que en Honduras hay unos 70 mil pandilleros distribuidos en diferentes bandas criminales que agreden directamente a la población en sus casas y en la calle mediante extorsiones y amenazas.

Migrar para buscar seguridad

Jimena y Fernanda son dos adolescentes originarias de Honduras, ambas crecieron en un país violento e inseguro, donde no tuvieron la oportunidad de vivir una vida tranquila y pacífica a causa del control de las pandillas, así que decidieron migrar hacia México con la esperanza de llegar a Estados Unidos y ayudar a sus familias a tener una mejor vida. 

Dejar a sus seres queridos no fue una decisión fácil, ambas tuvieron que dejar los recuerdos de su infancia y los brazos cálidos de mamá y sus hermanos pequeños. Lo que las impulsó a emprender el viaje fue el amor y el apoyo de sus familias, quienes eran conscientes que sus vidas corrían peligro y era mejor que estuvieran lejos de su hogar, quizá así tendrían la posibilidad de hacer realidad sus sueños y dejar de sentir miedo.

Al llegar a territorio mexicano, ambas fueron trasladadas a una estación migratoria donde pasaron cerca de una semana, para después vivir durante casi tres meses en el Albergue Temporal para Menores Migrantes del DIF en Tapachula, Chiapas. Ellas vivieron el inicio del confinamiento por el COVID-19 en las instalaciones de ese albergue, sin tener claridad sobre su condición legal y sin saber cuánto tiempo tendrían que permanecer encerradas ahí. 

Lo más difícil de estar en un albergue es no poder salir, vivir en espacios reducidos y con poca higiene por la sobrepoblación, además se presentan situaciones de maltrato y discriminación por parte de los colaboradores, la comida que proporcionan deja mucho que desear, ya que, algunas veces solo reciben como alimento: frijoles y agua.

- “Cuando comenzó la pandemia cambiaron al personal del albergue y llegaron nuevos, pero ellos nos trataban muy mal, la verdad no me gustó estar en ese lugar, era muy feo. Cuando me dijeron que ya me iba, ni siquiera mencionaron a dónde iría, solo me subieron a una camioneta de migración”- comenta Jimena sobre su estancia en el albergue.

Un espacio seguro

A principios de julio del 2020, Jimena fue trasladada a una Aldea, le impresionó ver que era un “albergue” muy diferente de donde había estado; este tenía áreas verdes, casas y en cada una de ellas, había una cuidadora y un grupo de niños y adolescentes que vivían ahí, era un espacio muy bonito. Un mes después, Fernanda se integró a la misma Familia SOS que Jimena, donde habitan tres adolescentes más, Julián, Ernesto y Allan que también provienen de Honduras, todos ellos se encuentran bajo el cuidado de Fanny, quien los apoya, guía y aconseja.

Lo que más les gusta de vivir en la Aldea es que se sienten libres, no están encerradas y pueden hacer actividades dentro y fuera, tomando en cuenta todas las medidas sanitarias para evitar el contagio del virus. Jimena inició un curso de inglés y comenzó a trabajar en una casa donde limpia y cocina, porque una de sus grandes pasiones desde que era muy niña es cocinar, primero aprendió viendo a su mamá y después por iniciativa propia. Su sueño es convertirse en chef.

Fernanda también se empleó en una casa donde ayuda con las actividades domésticas, a ella le gustaría aprender algún oficio donde no saber leer y escribir, no sea un impedimento para desarrollarse. Ella solo pudo estudiar el preescolar, pues tras el asesinato de su padre, la familia tuvo que hacer frente a una crisis económica, además presentaba problemas de lenguaje. Su sueño es aprender a leer y escribir y le gustaría convertirse en policía para ayudar a las personas. 

- “Muchas veces se han burlado de mí, dicen que ya soy muy grande para que no sepa leer y escribir, eso a veces me pone triste, pero en mi vida han pasado muchas cosas y las he superado, así que aprenderé a leer y escribir, por lo pronto Chely, la Facilitadora Familiar del Programa de Fortalecimiento Familiar en Comitán ya me enseñó a escribir mi nombre y eso me hizo sentir muy feliz”- menciona Fernanda sobre sus planes a futuro.

La vida de ambas adolescentes dio un giro de 180 grados; tuvieron que huir de su país, dejar a sus familias sin saber cuándo podrán volver a verlos y comenzar de nuevo en un país desconocido, pero en el que han encontrado un grupo de personas que las apoya e impulsa para que se preparen y tengan un mejor futuro.

Ellas ya cuentan con la residencia permanente, eso les da la seguridad y protección de transitar libremente por territorio mexicano, aunque su sueño es llegar a Estados Unidos, para brindar a sus familias una mejor vida, alejados de la violencia e inseguridad que azota a Honduras.

Ante la pandemia que se vive en el mundo por el COVID-19, ellas se sienten seguras porque tienen un lugar donde quedarse, además siguen todas las medidas de cuidado como el uso de cubrebocas y gel antibacterial, aunque no pueden evitar sentirse preocupadas por sus seres queridos.

Fernanda y Jimena se describen como valientes y fuertes, pero ellas son más que eso, porque han enfrentado situaciones que ningún niño y adolescente debería de vivir, como el estar lejos de su familia y hogar a causa de la violencia que ejercen las pandillas en sus localidades. Hoy, ellas cuentan con una oportunidad de superar su pasado, hacer realidad sus sueños y un día reencontrarse con sus familias. 

Con el apoyo del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados y UNICEF desde el 2018 en la Aldea de Comitán se han acogido a 60 niños y adolescentes no acompañados, brindándoles un entorno familiar y protector donde permanecen hasta que su situación legal se resuelva para continuar en la búsqueda del sueño americano o construyendo nuevos sueños en territorio mexicano.